En su cautiverio, presintiendo que su hora estaba próxima, el profeta oraba así: «Señor Jesús, te he entregado mi vida tantas veces, que me parece un contrasentido decirte ahora: “Te doy mi vida”. Mejor te digo: “Te doy tu vida”».
El profeta acudía siempre a sentarse en aquella esquina del monasterio. Frente a la curiosidad de los novicios que le inquirían, les explicaba: «La esquina me recuerda la intersección de dos caminos: uno vertical (hacia Dios) y otro horizontal (hacia los demás). En cada cruce vemos una cruz, que constantemente nos invita a cruzarnos y encontrarnos». Luego citaba el Evangelio: «Id ahora a los cruces de los caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda».